martes, 25 de abril de 2023

2) Villersexel-Gy, camino, paisaje, artesanía y cenas familiares

El domingo 23 de abril, ya aclimatados en el Franco Condado, nos pusimos en marcha para proseguir la ruta. Empezábamos a tratar de tú a los bosques, como si los conociéramos de siempre, cuando solo llevábamos aquí unos pocos días. Pero a la belleza, a lo bueno, se acostumbra uno con facilidad. Los próximos días iban a ser muy agradables, por el camino, por los paisajes, y por unos alojamientos diferentes en los que compartiríamos cenas de familia con nuestros hospederos. Todo un lujo.

Salimos pues de Villersexel con el objetivo de llegar ese día a Dampierre sur Linotte, situado a una veintena de kilómetros. Digamos que era la etapa media de la ruta, aunque llegada la noche, añadiendo los extras de la jornada, no fue raro totalizar veinticinco. Nada extraño para cualquier aficionado a disfrutar caminando.

Marast, desde lejos, una estampa armónica y bella

A poco más de dos kilómetros encontramos la bonita población de Moimay, y un poco después Marast, que destacaba de lejos por sus tejado y la  gran abadía con el bosque de fondo. Eran de nuevo pueblecitos  muy agradables y tranquilos, posiblemente un poco en exceso lo segundo, siempre con muchas de sus casas de un tamaño enorme. Antes de llegar a Marast tuvimos que hacer un alto, pues una de las caminantas había perdido su gafas de sol y  decidió dar marcha atrás para tratar de encontrarlas. No parecía fácil lograrlo, y así fue. Asumiendo la pérdida, decidió volver con el grupo y, ¡milagro!, en ese retorno las localizó. El día empezaba bien.

Mientras la esperábamos echamos un vistazo a una enorme iglesia de su priorato, con nada menos que 900 años de historia. Sorprende una construcción de este tipo en un lugar que no llega a la cincuentena de vecinos.

La enorme abadía de Marast data del siglo XII y siguió en obras hasta el XVI

El interior de la iglesia estaba vacío, pero no cabe duda de que es una construcción impresionante.

Nada más salir de Marast empezó un largo recorrido por el interior de un espeso bosque, un rato de lo más agradable entre frondosos carpinos de tiernas hojas de un verde intenso y acebos de tamaño notable. 

Rebaños de vacas en grandes fincas, una estampa que se hizo habitual

Después de la espesura, aparecieron gigantescas fincas de labranza siempre al lado de campos de hierba para alimentar al ganado.

En ocasiones los caminantes podría haber pasado por paisanos de la zona en fase descanso

Seguimos atravesando pueblos, caso de Baslires y un kilómetro después Vallerois le Bois, ambos carentes de una institución social relevante que en nuestro país conocemos por el nombre de bar. En España es muy importante pero en otros sitios la vida se desarrolla sin ellos. En uno de estos pueblos se anunciaba un bar y cuando lo localizamos... había desaparecido. Unos vecinos sugirieron a la dueña de una especie de pensión-albergue que nos ofreciera un café, pero dijo que no. Una decepción, pero hay que entenderla: era domingo y sobre las doce, o sea, su hora de comer, algo más atractivo que dar de beber a unos caminantes nada sufridos.

Ejemplo de aprovechamiento rural: marquesina-tablón de anuncios-biblioteca, todo en uno

Puede que no tengan bares, pero aprovechan cualquier espacio susceptible para exponer libros de préstamo. Vimos diversos tipos de contenedores y a juzgar por su perfecto estado, son respetados. Chapeau.

Una calle familiar en la Francia profunda


Disfrutando de preciosas casas de labranza, atravesando puentes, surcando el camino según tenía a bien aparecer, continuamos avanzando.


Pasado un buen rato llegó un cambio completo de registro que nos descolocó. El camino de siempre, por bosques, senderos o rutas de cualquier tipo, se convirtió en lo que podríamos llamar una autopista del senderista.

La Vía Verde que llega a Dumpierre fue una pequeña tortura rectilínea sobre asfalto

Durante varios kilómetros, como cinco, el Camino compartió espacio con una especie de Vía Verde construida sobre una antigua vía de ferrocarril. Esto supuso algunos inconvenientes: pisábamos asfalto, era rectilínea y cuando se tienen kilómetros a la vista digamos que desanima. Pero no había alternativa y por este sendero llegamos a destino en una jornada de caminar rápido, con una media de 4,5 kilómetros a la hora. Eso sí, la temperatura fue agradable toda la jornada y la lluvia no hizo acto de presencia.

Con esta media antes de las tres estábamos en Dumpierre, que era el final de la etapa pero no el lugar donde íbamos a pernoctar, no había donde. Aquí escenificamos una vez más la fiesta del coche, con alguna variación. Voy a tratar de explicarla de manera comprensible: con el coche que teníamos aquí cuatro caminantes se fueron a Villersexel. Una vez allí se dividieron: dos en el BMW directos al hotel y los otros dos a Dumpierre a por los demás aprovechando que el Touran tenía siete plazas.

Por suerte, aunque en Dumpierre no había bar (la panadería estaba lógicamente cerrada en la tarde del domingo) contaba con una marquesina, ya que en los 45 minutos de espera le dio por empezar a  llover.

Le Moulin de Montferney

En Le Moulin de Montferney, un vetusto molino con vetustas habitaciones y muebles todavía más vetustos, pasamos la tarde y el dueño nos anticipó que tendríamos performance al día siguiente tras el desayuno. 


Como la lluvia nos dio poca tregua por la tarde para salir a dar una vuelta, en la habitación más grande hicimos tertulia, planificamos detalles de las etapa y hablamos de como había ido la jornada.

Cenamos con los hospederos más dos parejas de franceses y otra de belgas allí alojados 

El alberguero, Michel, todo un personaje, como comprobaríamos al día siguiente, nos había anticipado que cenaríamos todos juntos: ellos, nosotros y el resto de los huéspedes. Si bien el alojamiento era como acabamos de describir, la cena fue espectacular con menú para famentos. Empezó con un aperitivo a elegir (vino blanco o una mezcla con jugo), siguió una crema de calabacín (con la sopera en la mesa para repetir) y después un plato mixto de verdura, jamón y huevos (de casa) rellenos. Cuando creíamos que era el final llegó un segundo de pollo más puré de castañas (generosas bandejas que no se acabaron), seguido del típico prepostre francés de los quesos y el postre real, una mousse de manzana con ciruela más chantilly y mermelada. Para mayor desgracia, hubo quien repitió alguno de los platos ignorando lo que venía detrás. Y regado con vino a discreción. Realmente fue una cena larga y espectacular, con el alojamiento al precio de 75/80 euros las habitaciones dobles y 130 la triple, sin duda muy barato. Hubo quien tras la cena necesitó salir a dar un paseo pese a que estaba comenzando a llover.

Exposición de los productos que fabrica en el taller que tiene en su casa

El desayuno a la mañana siguiente estuvo bien y después iniciamos un tour con Michel, que realmente nos pareció un hombre orquesta. El molino se encuentra sobre un curso de agua que aprovecha para producir energía eléctrica con una central ecológica de la que se abastece al igual que otras casas de los alrededores. Además, se dedica a la marroquinería, elaborando productos de cuero de calidad.

Cinturón que elaboró Michel en directo para que entendiéramos el proceso

Inicialmente habíamos declinado la visita, lo que había contrariado manifiestamente a Michel, pero cambiamos de idea. Visitamos la central eléctrica, cuyo funcionamiento explicó con detalle, y después pasamos a la marroquinería. Sorprendentemente, trabaja cuero de calidad y productos ídem. Fue didáctico y entendimos por qué hay en las ferias bolsos, cintos y demás a precios muy baratos, mientras otros, que parecen similares, disparan sus precios. La clave está en el trabajo manual y en desechar las capas superficiales del cuero. Fabricó un cinturón delante de nosotros y nos informó que además de vender en este taller su hijo recorre ferias y mercadillos con el material de su padre. Fue realmente interesante y uno de los caminantes se llevó un cinturón.


Aunque en esta imagen ante la fachada del molino estamos todos, tras estas visitas nos dividimos para nuevamente realizar dos caminos: un grupo el directo, siguiendo las flechas, y otro más reducido el inverso. 


Fue una vez más un día de bosques, de naturaleza exuberante avanzada la primavera, con la previsión de una etapa de 22 kilómetros. 


Los grupos empezaron a avanzar, cada  uno por su lado, muy confiados. Tras el éxito de la primera experiencia no contábamos con que se produjeran problemas. En los pueblos que atravesamos en esta jornada nubosa encontramos iglesias llamativas.

Chateau de Filain

También palacetes encantadores como el de la imagen superior.


El grupo inverso, el de menos efectivos, solo tres de los nueve, se maravilló con un bosque espectacular con la única pega de que la subida fue importante y el suelo estaba húmedo y lleno de hojas que provocaban resbalones. 

Muchos árboles estaban convenientemente decorados con musgo

En medio de la espesura los árboles lucían capas espesas de musgo que, sorprendentemente, afectaban a todo su contorno, no solo al norte como suele se habitual. Fue un espectáculo gratuito que solo nosotros contemplábamos pues no teníamos competencia. La subida nos afectaba, claro, pero pensamos que los compañeros al menos tendrían la ventaja de descender en vez de subir. En ese bosque, en medio de la espesura, se produjo el encuentro y nos intercambiamos las llaves de los vehículos. Todo iba bien, demasiado bien quizás.


Pasamos por pueblos como Hiet, Quenoche, Uy-les-Filain o Authoison, y en unos de ellos, probablemente en este último, nos encontramos con la guinda del pastel: un tilo de 400 años.


Tuvimos que separarnos del árbol para fotografiarlo en su integridad. Curiosamente, el otro grupo no se percató de su existencia, una prueba más de que no se ve lo  mismo en un sentido que en el otro.


Poco después el grupo más numeroso informó al otro que se habían despistado con unas señales y que estaban fuera del camino. 

El grupo que se perdió estudió las posibilidades antes de decidir qué hacer

Tras barajar diversas opciones fueron capaces de retroceder lo suficiente como para encontrar de nuevo la ruta y seguir avanzando. Eran una zona donde estaban talando muchos árboles y la señal estaba un poco desplazada. El incidente les supuso hacer unos cuatro kilómetros a mayores. También aprendieron que caminando hay que ir atentos a las señales. Fue el único despiste de todo el Camino.

Por su parte, el grupo inverso nuevamente se topó con el peregrino alemán, que no daba crédito. Esta vez sí nos detuvimos y le explicamos como pudimos el motivo de la situación. Creo que le impresionamos, pero no tuvimos la chispa de inmortalizar el encuentro con una fotografía.


Tras estos dos avatares, los grupos siguieron cada uno con su ruta y a las cuatro de la tarde estábamos en destino, a la misma hora que el día anterior pese a los kilómetros de más. Según se avanza en una ruta la agilidad es mayor.


Obviamente, esta vez llegó primero a destino el grupo pequeño, que no tuvo kilómetros de propina. De inmediato cogieron el vehículo y retornaron a Fondremand a la espera de sus compañeros.



Los cultivos de colza aparecieron y nos acompañarían toda la ruta

Y ya todos juntos, tras una jornada de bosques, campos y florecitas, y enormes extensiones dedicadas al cultivo de colza, pusimos rumbo a nuestro alojamiento, La Corne aux Vaches, que de nuevo fue un sitio especial.


En el interior de una finca de diecisiete hectáreas, es un lugar de vacaciones con piscina, amplio jardín y zonas con animales (ovejas, cabras, gansos, pavos reales, conejos, llamas).


Encontramos el alojamiento francamente bien y de nuevo teníamos contratada media pensión, aunque a un precio algo superior al del día anterior en el molino: 95 euros la habitación doble. Mereció la pena.


Dentro del recinto había zonas de estar muy bien amuebladas donde pasamos un buen rato. Las habitaciones también eran muy amplias y cómodas.


Tampoco nos privamos de disfrutar de las ofertas de ocio de este interesante complejo en el que había cabras, ovejas, pavos....


La cena fue también especial en la espectacular cocina-comedor  de Claire (que hablaba algo de español) y Thierry, con una mesa cómoda para una docena de personas. Hablamos con ellos del Camino y de nuestras experiencias en la materia, una tema que a todos nos interesaba ya que Thierry hizo en el pasado el Camino a Compostela desde Le Puy a lo largo de tres meses y medio. Nos ofrecieron un aperitivo acompañado de salami, ensalada con fiambre tarrina, carne de cerdo con gratín de patata, quesos y tarta bretona, nuevamente una cena densa y muy rica.

La lluvia se sumó en la salida de La Corne aux Vaches

Al día siguiente desayunamos excelentemente en la misma mesa de la cena y después nos pusimos en marcha. Era el último día de camino para dos de las paseantes y la víspera de llegar a Besançón, donde íbamos a dedicar una jornada a conocer esta ciudad, de la que no teníamos casi ninguna referencia.

Casi todos los pueblos mantienen sus antiguos lavaderos, algunos realmente notables

Este día ajustamos el recorrido a nuestra conveniencia. Así, en lugar de regresar a Fondremand a retomar el camino, salimos desde el hotel, situado en el pueblo de Fretigny-et-Velloreille, a buscarlo. Fueron unos tres kilómetros a mayores, más o menos los que nos ahorramos  no volviendo a Fondremand.


La previsión era una etapa tipo, de una veintena de kilómetros, hasta llegar a la localidad de Gy. Empezamos con unos prados enormes y al fondo se adivinaban ya imponentes bosques. 


Y así fue. Muy pronto nos adentramos en la espesura a disfrutar de la naturaleza, con la pequeña pega de que el suelo estaba bastante embarrado.

En un punto concreto el bosque estaba "tapizado" con una casi perfecta moqueta verde natural

Fue un día con pocas novedades, quizás la más relevante que nos encontramos a una peregrina alemana, Sophie, que nos saludó desde lejos al grito de "los españoles". 


Quedamos muy sorprendidos hasta que nos explicó que le habían hablado de un grupo de nueve españoles que estaban haciendo el Camino. No éramos conscientes, pero en una senda con tan poca actividad llamábamos la atención.


El día fue un poco pejiguero, ya que el sol salía y luego desaparecía. Las nubes se cerraban y empezaba a llover, lo que nos obligaba a tirar de chubasquero y a cubrir las mochilas. A cambio, un paisaje magnífico.


Atravesamos varios pueblos en los que, a falta de un lugar más acogedor, usamos cualquier esquina para tomar un refrigerio y descansar. Quizás por el riesgo de resbalar o por que no teníamos ganas de acelerar la marcha, hicimos una media ridícula. Eran las cuatro de la tarde cuando llegamos al Hotel Pinocchio. No solo no había bares sino que a tres kilómetros del destino, en un pueblo, localizamos un restaurante. Nos desviamos del camino para cambiar la cena por la comida... pero estaba cerrado. Eran las tres de la tarde y no abría hasta las seis, y llevaba cerrado una hora. Clarísimamente, los horarios franceses son muy diferentes. A cambio, en la salida de este pueblo había una boulangerie empotrada en una gasolinera y pudimos tomar un tentempié.


En el hotel Pinocchio no había nadie cuando llegamos, pero teníamos la clave para acceder y dejaron las llaves a la vista. El hotel ocupaba una casona y estaba muy bien, excepción hecha de que una vez más carecía de ascensor.


Disponía de piscina que no usamos y nos habían reservado la cena en el único restaurante del pueblo, Au Coin de Feu, que estuvo francamente bien. Y más sorpresa: nuestro colega el paseante alemán también estaba allí cenando pero, como se dirigía a Besançón, fue la última vez que lo vimos. Antes de cenar dimos un paseo por el pueblo, muy aparente pese a tener solo un millar de vecinos. El edificio de la alcaldía era impresionante, semejaba un ministerio. En la parte alta tiene también un chateau, que estaba cerrado.


La cena estuvo francamente bien, pese al monopolio y a un precio más que razonable. Está especializado en pizzas, que hacían en un gran horno, y muy buenas. También hubo quien tomó cordero. Precio, 25 euros persona.

Y como curiosidad este sencillo y práctico buzón, sin duda muy fácil de instalar.