lunes, 2 de mayo de 2022

2) Surcando un mar de viñedos

Alsacia es una región relativamente pequeña e históricamente disputada, como lo prueba que aún hoy si te levantas somnoliento puedes dudar si estás en Alemania o Francia atendiendo a los apellidos de la gente, la nomenclatura de las calles o la denominación de las poblaciones. Obviamente estamos en Francia, pero de haber viajado bastantes años atrás sería Alemania, y antes Francia y previamente Alemania. Strasbourg y Colmar o Chatenois son una parte de la historia, pero Kaysersberg o Turckheim y Riquewihr otra. Pero lo que no ha cambiado en esta sostenida alternancia es su identidad vinícola, su principal seña de identidad.

Siendo conocedores de esta circunstancia (la mayoría ya habíamos estado antes en Alsacia) salimos de Estrasburgo ansiando encontrar viñedos, pero tendríamos que esperar un poco. Esa jornada más bien nuestro compañero de fatigas (y ciertamente nos fatigamos bastante pues superamos los 25 km casi sin parar) fue el canal de La Bruche. Es un curso de agua con historia: data de finales del XVII, diseñado por el ingeniero militar Vauban para llevar piedra arenisca de las canteras de Soultz destinada a las fortificaciones de Estrasburgo. 


Lo cierto es que empleamos más de siete horas en la ruta y que la imposibilidad de encontrar un sitio donde tomar algo, siquiera una cerveza, nos descolocó.


Pero la compañía del canal fue algo agradable, mucho, 


Y los restos de las compuertas en desuso nos recordaron nuestra reciente experiencia de navegación en el Loira y la un poco más lejana del Midi.



Tras las primeras horas de marcha empezamos a buscar donde descansar-refrescarnos, pero como ya hemos señalado fue imposible.


Lo que nos trastocó fue localizar sobre la una un restaurante en un pequeño pueblecito, en el que para sentarnos un rato decidimos comer... ¡pero estaba a tope, no había mesa libre! Tampoco supieron indicarnos alternativa alguna al tratarse de la única instalación existente en el pueblo.



Ante lo inevitable seguimos adelante, reconfortados por encontrar la imagen del Camino a más de 2.000 km. de Compostela.


Por todo ello la llegada al hotel Le Bugatti, en Molsheim, fue una alegría, pero allí empezó el "baile de los coches" mencionado. 


Resumiendo: habíamos dejado la tarde anterior en el Bugatti uno de los vehículos (para ello fuimos con los dos coches y volvimos en uno). En este último depositamos todas las maletas al salir de Estrasburgo. Al llegar fue preciso volver a Estrasburgo con el coche estacionado en el Bugatti; después, ya con los dos coches, ir al final de la etapa del día siguiente (en lo alto del Mont de Sainte Odile), dejar allí un vehículo y retornar con el otro al Bugatti. Y así el día siguiente, y el otro y... Es farragoso hasta relatarlo y pienso que algunos de los compañeros no captaron la complejidad de la maniobra hasta el final del viaje. 

Nuestros amplios, cómodos y potentes volvos en el proceso de carga de maletas

Como solo tres personas podían manejar los vehículos (el coste del segundo conductor obligó a reducir este capítulo) eran siempre los mismos los encargados de este tour taxistero vespertino, en el que empleábamos alrededor de dos horas después la caminata. Para llevarlo a cabo teníamos que andar ágiles pues en Francia se cena pronto y no queríamos mover los coches de noche por carreteras desconocidas.


En Molsheim, una villa histórica con importantes monumentos,  reservamos mesa para cenar en el restaurante A la Ville de París, que estuvo francamente bien. Lamentablemente, no le pudimos dedicar a esta localidad el tiempo que hubiera merecido, solo un paseíllo por el centro histórico.



Aunque ya sabíamos que en Molsheim existe desde siempre la fábrica de coches Bugatti, en la plaza principal se exhibe un modelo muy aparente que deja clara la simbiosis pueblo-factoría


A la mañana siguiente, temprano, pero sin exagerar (8:00 desayuno, 9:00 salida), posamos para la foto en la puerta del hotel y rápidamente nos pusimos en marcha.


Aquí los viñedos se convirtieron ya en nuestros compañeros de viaje. Los teníamos delante, detrás, en los cuatro puntos cardinales. Y dada la topografía de la región, bastante llana pero plagada de suaves ondulaciones, las hileras de cuidadas viñas transformaban el paisaje casi en un decorado. Además. a lo largo de los días atravesaríamos viñedos instalados en pendientes atrevidas que nos recordó la viticultura heroica de la Ribeira Sacra y especulamos sobre como podían llevar a cabo la gestión de los viñedos con semejantes desniveles. 


Si al mar de viñedos le unimos las siluetas de unos pueblos, medievales, la mayoría cuidados, limpios y en los que la historia se cuela por cada esquina, andar y ver se convertía en un actividad por la que incluso hubiéramos aceptado pagar peaje.


Y como prueba el pueblo de Rosheim (5.000 habitantes) al que llegamos a la hora y media de salir y donde hicimos un alto movidos por su indudable atractivo.


De planta cuadrada, como si su origen fuera un campamento romano, conserva las puertas de acceso en perfecto estado. Su nombre viene a significar "la ciudad de las rosas". Hay datos de la población de finales del siglo VIII, aunque su desarrollo se localiza a partir del XI. En 1218 se produjo allí la guerre des caves (algo así como la guerra de las bodegas) cuando las tropas del Duque de Lorena tomaron el pueblo sin oposición y después se emborracharon en sus bodegas. Ante la oportunidad, los lugareños se tomaron la revancha y masacraron a varios cientos de ocupantes.

Llamativa casa románica del siglo XII
Sentados en la escalinata de la iglesia, subidos a balcones o mirando edificios históricos bajo un agradable sol de primavera nos sentimos realmente afortunados por poder estar donde estábamos libres de preocupaciones.


Y según avanzaba la jornada empezaron a aparecer carteles del Mont Sainte Odile, adonde nos dirigíamos, y también, un poco más alejado quizás, Compostela.


Realizamos una segunda parada en Ottrott, también un pueblo muy bello aunque en su caso construido en pendiente. Allí logramos tomar algo en la terraza del restaurante L'Ami Fritz, de aspecto pijillo y con un nombre que ensalza la amistad con los alemanes. 



Pedimos una botella del vino de la casa, alguna cerveza y dos platos de queso, y la minuta ascendió a 136 euros. Nos quedó al duda de si el maître (sí, en la terraza dirigía un maître trajeado) entendió lo que nosotros llamamos vino de la casa. Tomamos nota para lo sucesivo ya que pese a nuestras frecuentes escapadas a Francia comprobamos que el precio de las bebidas dobla o más al de Galicia y España. En los sitios donde figuraba vino au pichet (vino común en jarra, normalmente de 50 cl) su precio solía ser de 11 a 14 euros. Por tanto, los 75 cl de la botella normal saldrían por 16/18 euros. En los restaurantes en los que estuvimos, de todo tipo y pelaje, pero la mayoría sencillos, difícil encontrar botellas por debajo de 30 euros.


En Ottrott, tras el piscolabis, comenzó la subida a St. Odile (763 metros de altitud), unos cinco kilómetros de cuesta pero siempre bajo árboles (pinos, hayas y abetos de gran tamaño), lo que en un día soleado agradecimos.


La subida fue bastante sostenida, sin grandes pendientes, y la superamos sin mayores dificultades.
Descanso tras el ascenso al Monte, con fantásticas vistas

Sin contratiempo llegamos al santuario, comprobamos que el coche que habíamos dejado el día anterior estaba en su sitio y admiramos el enorme convento fundado en siglo VII y que ha tenido sucesivas y abundantes reformas. Allí se encuentra enterrada la santa que le da nombre y debido a ello recibe hasta un millón de peregrinos cada año, se dice, pero lo cierto es que de no leer su historia hubiéramos pensado que se trataba simplemente de un complejo hotelero: no vimos por allí ningún religioso/a.

Durante el día, el parking se peta con las visitas. A primera hora de la mañana la tranquilidad era absoluta en las inmediaciones de la hospedería.

En cualquier caso, tiene unas dimensiones enormes y cuenta con una biblioteca histórica donde se vivió un caso que podría recordar el del Códice Calixtino de Santiago. Un profesor retirado que fue robando libros antiguos e incunables para garantizarse un buen retiro, hasta que finalmente fue descubierto.


Las vistas desde St. Odile son excelentes y a la hora adecuada, siempre temprano para nuestras costumbre, cenamos en el comedor ya que habíamos contratado media pensión. Lo hicimos en todos los alojamientos que pudimos pues aunaba comodidad (buscar restaurante para diez personas puede ser complicado) e indudablemente un precio más asumible. El menú estuvo bien (sopa de legumbres, pato con puré de zanahoria y una especie de natillas de postre), pero terriblemente lento: ¡emplearon dos horas en servirnos la cena! 

Cena en Sainte Odile

Señalar también que obtuvimos una rebaja en el  alojamiento al contar con la credencial del peregrino, que habíamos gestionado previamente con los Amis de Saint Jacques de Alsace. El precio por la habitación (limpia y renovada), la cena y el desayuno, fue de 57 euros por persona.  Y las bebidas, en su línea: 7 euros un panaché grande y otro tanto una botella de medio litro de agua con gas. Había aguas de varias marcas y como no especificamos eligieron la más cara de la carta. Qué se le va a hacer.


Al día siguiente iniciamos la marcha hacia Dambach la ville, unos 22 kilómetros, alguno más que los 17 del día anterior  que incluían la subida a St Odile. No obstante, día a día comprobábamos que los kilómetros oficiales siempre eran menos (2, 3 y a veces 4) que los que realmente marcaban nuestros dispositivos. Este día terminamos haciendo sobre 25.


La bajada de St. Odile fue un momento mágico. Delante, un sendero descendente cómodo bajo enormes árboles, incluidos ejemplares de serval de los cazadores, y girando la cabeza, la estampa del monasterio en lo alto, todo ello en una mañana luminosa. 

Visión final de St. Odile al iniciar el descenso desde el monasterio

Así fue durante varios kilómetros, alguno más de los previstos ya que tuvimos a bien perdernos y ello nos obligó a desandar parte de los caminado. No nos importó nada.


Una vez abajo, en la planicie, vuelta a la esencias: viñedos y pueblos históricos. Y cambiaron los árboles apareciendo gigantescos robles. Habíamos caminado muy lentos, sin duda porque la etapa merecía disfrutarla.


En un día completo hasta encontramos una terraza para descansar y reponer fuerzas. Fue en el pueblecito de Adlau donde la localizamos en el exterior del hotel Kastelberg. Allí pegamos la hebra con un simpático camarero que hablaba algo de español ("mi mujer es dominicana", explicó). Con ganas de charla, relató que la semana siguiente iba a volar a Nueva York para retornar con su mujer y su hija, que seguían en la ciudad donde él había vivido veinte años. Ahora todos se iban a instalar en Alsacia: "Para una familia esto es mucho más tranquilo", concluyó.


Salimos de Adlau bordeando este canal y, tras una cuesta terrible que nos pilló a todos desprevenidos, volvimos a discurrir entre viñedos, algo a lo que nos estábamos habituando.


Avanzado el aprés-midi llegamos a Dambach la Ville cuya puerta de entrada albergaba un nido con su correspondiente cigüeña residente. Habíamos llegado a la conclusión de que es un ave muy querida en la región, a la que se alude constantemente en dibujos, carteles, siluetas en los jardines y hasta imanes para frigoríficos.


Entramos muy cansados en esta villa, más que cansados, rotos, tanto que empezó a gestarse un cambio de planes para el día siguiente contando con que las previsiones metereológicas vaticinaban lluvia al 100 por 100.

Plaza central de Dambach la Ville, con su ayuntamiento y su iglesia. Poca gente por la calle en la tarde del viernes y ningún bar o terraza abierto para tomar algo.

Teníamos reserva en el hotel Dontenville, en Chatenois, a cinco km. de Dambach, trecho que hicimos en coche pues en Dambach no había arreglo para dormir. El hotel resultó un edificio tradicional, con algunas habitaciones un tanto vetustas y otras más modernas. Pero disfrutamos de una cena en su comedor de lo más satisfactyopia.

Hotel en el que pernoctamos en Chatenois, sin duda con historia

Una de las habitaciones modernas "con mucho corazón"

El choucroute estaba muy rico pero la cantidad excesiva

Del menú, también en régimen de media pensión por 65 euros, nada negativo que decir. Nos ofrecieron platos alsacianos, incluida la tarte flambée (menudo descubrimiento) y choucroute, que fue imposible terminar. Contundente, pero nos lo habíamos ganado.