miércoles, 4 de mayo de 2022

3) Riquewihr y otras perlas alsacianas

La jornada del 30 de abril comenzó bien con un desayuno más que correcto en el hotel. Nos sirvieron (llevábamos varios días de bufé libre) un sabroso y enorme cruasán, café, pan, mantequilla, mermelada, huevo cocido, kiwi, en fin un básico ampliado que nos satisfizo. 
Con esos mimbres y la decisión adoptada la noche anterior de dejar de lado la caminata del día y optar por visitas turísticas a varias renombradas localidades pusimos rumbo al conocido castillo de Konisbourg a primera hora de la mañana. De hecho fuimos los primeros del día en comprar las entradas aunque no éramos ni mucho menos los únicos que elegíamos una mañana de sábado para visitarlo.
El recinto está firmemente asentado en roca
Situado en lo alto de un monte, cuenta con una historia dilatada aunque como tal castillo data del siglo XII. En las centurias siguientes cambia de manos en varias ocasiones y en la segunda mitad del siglo XV fue incendiado y destruido por una fuerza militar de las ciudades de Estrasburgo, Colmar y Basilea.


Durante la Guerra de los Treinta Años resistió un asedio de las tropas suecas durante cincuenta días, aunque finalmente fue arrasado. En 1633, ya en ruinas, quedó abandonado, situación que se alargó dos siglos. 

A punto de finalizar el siglo XIX, en 1899, el emperador alemán Guillermo II decidió reconstruirlo para revivir la pasada gloria germana en la región. Esta obra fue objeto de polémica pese a que el arquitecto Bodo Ebhard intentó salvaguardar la arquitectura medieval del recinto. 

Una foto que se exhibe en el castillo de todos los que trabajaron en la obra (eso sí vestidos de domingo para la ocasión). El arquitecto se distingue en sepia.

Fue posible gracias a que se conservaba el 70 % de las murallas, pero la torre homenaje actual, por ejemplo, es catorce metros más alta que la original. 

 La obra duró casi una década pero no finalizó en su totalidad  hasta 1918, incluyendo el amueblamiento. Cosas de la vida, fue el año en que terminó la primera guerra mundial, en la que Alemania fue derrotada y el Tratado de Versalles devolvería Alsacia a Francia un año después. Obviamente, también el castillo. Al final, con tantas destrucciones y reconstrucciones, lo que hoy se visita es en realidad un pachtwork que difiere en parte del original.

Aún así, es uno de los principales atractivos turístico de la región. Y el recorrido implica ascender unos 400 escalones hasta llegar al Gran Bastión, el lugar más militar del recinto. Nosotros no los contamos y no nos parecieron tantos.

En general, las habitaciones están  ambientadas (también con muebles de distintas procedencias)  y se expone armamento de todo tipo, lo que le da sensación de vida o al menos de museo.


Dentro del castillo existen algunos puentes levadizos que sus constructores diseñaron para dificultar su conquista.


Desde las murallas se observa una amplia panorámica, señal de que el emplazamiento fue cuidadosamente estudiado. De hecho, se encontraba en el recorrido de dos importante rutas comerciales (vino y trigo, de un lado, y plata y sal, la segunda) que se podían controlar desde allí.  


Dada su amplitud y la existencia de numerosas habitaciones y espacios visitables, estuvimos hora y media recorriéndolo.


Acabada esta incursión histórica pusimos rumbo a la cercana villa de Riquewihr, que algunos de los caminantes recordaban como una joyita, incluso como la más bonita de Alsacia, que ya es decir.


Ciertamente es un pueblecito (supera por poco el millar de habitantes) centrado, por lo que pudimos ver, en el turismo y el vino. Como su casco es peatonal, existen algunos aparcamientos periféricos (de pago) a los que te dirigen y después a pie, con comodidad, se recorren, admirando, sus calles, pobladas de tiendas, restaurantes, bodegas y bares.


La visita cumplió las expectativas pues el pueblo, que exhibe en sus edificios la prueba de una intensa historia, es un disfrute. También se cumplió la previsión de la lluvia y en varias ocasiones tuvimos que sacar los paraguas, incluso refugiarnos debajo de una puerta.


La Torre Dolder es uno de los puntos emblemáticos de Riquewihr y, con 25 metros de altura y situada en su parte alta del pueblo, es su construcción más elevada. Data del siglo XIII y su finalidad era defensiva y de vigilancia.


La calle principal de la villa, que conecta esta torre con el edificio del ayuntamiento, en la parte baja, es su espina dorsal. Está cruzada por calles perpendiculares que permiten hacer un recorrido transversal hipando ante  su arquitectura.



Da igual el rincón donde dirijas la mirada, es un pueblo que enamora.


Y era primavera, con las glicinias en flor (abundan por toda Alsacia), un complemento a destacar.


Al parecer, los estudios Disney se inspiraron en Riquewihr, y en el vecino Eguisheim (ya le tocará el turno) para crear el pueblo de Bella en la película La Bella y la Bestia.

En el plano histórico, el lugar está poblado desde hace dos mil años, pero sus primeras fortificaciones datan de finales del siglo XIII.


Un tanto agobiados por un chaparrón inacabable, nos vimos obligados a subirnos al tren chu-chu que recorre el pueblo y sus alrededores.

Vista desde un monte con viñedos en el borde de Riquewihr

Se estima que el pueblo que ahora podemos disfrutar se parece mucho a los que veían sus vecinos en el siglo XVI. En otras palabras, que ha logrado superar sin grandes daños cuatro siglos.


Muy satisfechos, decidimos seguir ruta a Kayserberg, la tercera escala del día.


Antes, por aquello de no desfallecer y mantenernos a cubierto mientras arreciaban los chubascos, elegimos una crepería para tomar un tentempié. Cumplió su cometido.


Ya por la tarde llegábamos Kaysersberg, otra maravilla en una zona en la que no deja de sorprender. 

No es Riquewihr, pero se acerca. Cuenta con un castillo en una altura muy próxima y un rio que lo atraviesa.

Desde la fortificación, y todavía mejor desde la torre  que la corona, se obtiene una visión de conjunto del pueblo y alrededores. Para ello dimos otra pedalada de 310 escalones similar a la de la catedral de Estrasburgo. O sea, que aunque no seguimos el camino, al final del día nos habíamos metido en el cuerpo más de 20 kilómetros.

Sus calles céntricas están empedradas con edificios singulares, tiendas, y casi el triple de población que Riquewihr. Aunque es innegablemente turístico, en Kaysersberg parecen existir otras actividades además de la turística.


Por aquello de probar, en una bodega con despacho en el centro degustamos un riesling. Es algo que habíamos dejado de lado ya que no podíamos encajarlo con las caminatas y mucho menos con la conducción de nuestros coches... No olvidar que cada tarde tocaba el "baile de los volvos


El vino, de la uva alsaciana más conocida, era correcto, aunque en las cenas ya lo habíamos probado, junto con el pinot noir y otros sin "bautizar".



Antes de ir a cenar nos topamos con este conjunto un tanto kitch que vigilaba a los paseantes desde una peña en el centro del pueblo.
 

Degustamos la cena en este restaurante, A la Porte Haute, que nos gestionó la encargada del hotel ("un sábado en Kaysersberg y no tenéis reserva, ¡no podréis cenar!"). Estuvo bien aunque fueron un poco  lentos. El hotel Les Remparts, donde no ofrecían media pensión, es un sitio más que agradable con las habitaciones renovadas y un aparcamiento que nos salvó la vida pues el pueblo, en fin de semana del primero de mayo, estaba a tope. 

Al día siguiente desayunamos allí, pero solo fue regulinchi, y eso que el precio era similar a los anteriores que incluían la cena. A la hora de costumbre nos pusimos en marcha para caminar hasta Turckheim, prácticamente un paseo de diez kilómetros. Diseñamos esta etapa corta para seguir a continuación en coche a Colmar y que tres paseantas del grupo pudieran darse una vuelta por la ciudad por la tarde. Ellas tenían billete para retornar a sus lugares de residencia al día siguiente. A los demás todavía nos quedaba otra semana.
Imagen bucólica de Turckheim desde la distancia

Así que salimos de Kaysersberg y en un plisplás  llegamos a Turckheim.

Por el camino habíamos encontrado este curioso artefacto destinado a dar cobijo y tranquilidad a los insectos. Había muchos en multitud de puntos, también en el interior de los pueblos.

Un paseíto de Kaysersberg a Turckheim

También las habituales ondulaciones alsacianas tupidas de viñedos.


Turckheim es otro pueblecito encantador, aunque sin llegar a los niveles de los dos anteriores, pero bello. Tierne unos 4.000 habitantes.


Un cartel a la entrada destaca las virtudes de sus caldos y también alude a la cruda batalla que tuvo lugar en la segunda guerra mundial para expulsar los nazis.


Ya dentro de la población nos tropezamos con un museo destinado a recordar lo ocurrido en el invierno del 44/45 en la conocida como bolsa de Colmar, que no pudimos visitar pues estaba cerrado en ese momento. Una pena pero tuvimos que conformarnos con la información que se mostraba en el jardín del recinto.


Tras ello organizamos la habitual recogida del coche rezagado mientras el grueso del grupo daba una vuelta por la localidad e incluso descansaba en una terraza.


Área central de Turckheim

Un rato después estábamos en Colmar dispuestos a recorrer la ciudad, una de las más conocidas de Alsacia. Así dijimos adiós a la primera semana en la zona con la sensación de que es un lugar especial y que su paisaje y sus pueblos conforman un entorno inolvidable. Hay quien piensa que en eso se hermana, por ejemplo, con la Toscana, donde sucede algo similar, con sus campos ondulados, sus cipreses bordeando los caminos y unos pueblos y ciudades que dejan huella.